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Un escritor en busca de su memoria: el documental sobre Ricardo Piglia

Llega a Chile 327 cuadernos, del director Andrés Di Tella, un relato emotivo y poético sobre los diarios que Ricardo Piglia llevó durante 50 años. El 5 de mayo se presentará en el ciclo La Ciudad y las Palabras de la UC, en el marco del homenaje al autor argentino.

Por Susana Parejas, La Tercera

PODÉS pasarme la transcripción de lo que conversamos”, le pidió Ricardo Piglia a Andrés Di Tella. “Cómo no”, respondió este. Ese mismo día se la mandó. Habían hablado sobre guionistas, era para una nota que Di Tella estaba escribiendo para el diario en el que trabajaba. “Al otro día me devolvió un texto totalmente diferente, con forma de entrevista, de hecho después él lo rescató en el libro Crítica y ficción. Eso salió publicado así, pero en realidad era un texto original de él, que tenía que ver, por supuesto, con nuestra conversación. Era una síntesis mucho mejor de lo que yo había hecho. Para mí fue una gran lección sobre la forma. La entrevista, el documental es una forma y puede permitir también cualquier cosa”, remata la anécdota Di Tella.

Esa fue la primera vez que se vieron, hace más de 30 años.

El cineasta fundador del Bafici y actual director de Medios Audiovisuales del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Andrés Di Tella, viajará a Chile para presentar el 5 de mayo su documental 327 cuadernos. Será en el marco del homenaje a Ricardo Piglia en el ciclo La Ciudad y las Palabras de la UC. La película es una coproducción argentina-chilena, de Gema y Lupe Films, con la productora Jennifer Walton y el músico Felipe Otondo, ambos chilenos. De cómo surge la idea y la forma de este emotivo documental, sin solemnidades y con mucha poética, tiene que ver con esa amistad de tres décadas.

A fines de 2010, Piglia decidió jubilarse de su cargo de profesor en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Había estado en el país del norte unos 15 años, era hora de levantar campamento. Di Tella estaba allí también, había ido otras muchas veces. En ese momento, algo los unía más allá del afecto. El director tenía ganas de hacer un diario cinematográfico puro. Piglia también quería hacer algo con sus míticos diarios privados, escritos durante 50 años. Con letra despareja, a veces ininteligible, siempre sobrevolando el renglón, en cuadernos Triunfo, y luego en cuadernos de tapa de hule negro marca Congreso. La idea de hacer el documental lo motivaba a cumplir su propósito.

“Cuando volvió a Buenos Aires, juntó las distintas cajas con los cuadernos, algunas que había llevado a Princeton, otras que tenía guardadas en su estudio, otras la tenía su hermano en Mar del Plata. Juntó todas esas cajas y empezó a leerlos, lo que está registrado en la película es justamente el primer día que él empieza a abrir esas cajas. La película es un documental sobre Piglia, pero a la vez también se puede ver como una fábula acerca de un hombre lidiando con su memoria. Un hombre que está recordando su vida y dándole un sentido. Porque ese sentido es lo que le da identidad. A él y a cualquiera”, detalla el director. Cuando le preguntó cuántos cuadernos había, Piglia tiró una cifra: 327. Y ahí quedó.

El Tata Cedrón -sobrenombre que tapó para siempre el Juan Carlos con el que lo anotaron- aparece en el documental 327 cuadernos. “Las cosas que uno tiene que hacer por un amigo”, dice. Sin resignación, más bien con ternura. Hace menos de un mes, estuvo en la casa de Piglia cantándole. El Tata es un destacado compositor, director e intérprete de guitarra, desde los 60 formó el Cuarteto Cedrón. Esta amistad de toda la vida se entrelaza con la mudanza que trastocó para siempre al escritor.

En 1957, Piglia dejó su Adrogué natal, en el Conurbano bonaerense, y a su abuelo Emilio, y partió hacia Mar del Plata. No era algo a voluntad. Después del derrocamiento de Perón en el 55, la cosa se había puesto difícil para su padre, un médico, peronista “clásico”, que había estado preso en el 56 “por defender al General”. Junto con la mudanza, unida a un sentimiento de destierro, Piglia empezó a escribir sus cuadernos, hábito -u obsesión- que no abandonó nunca. “Si he publicado algunos libros, y publicaré algunos más, es para justificar esos cuadernos que he escrito toda mi vida”, dijo sobre los diarios.

El Tata vivía en Mar del Plata. El y Piglia se habían puesto de novio con dos chicas que iban juntas al colegio secundario. “El tenía 16 años, yo soy un año mayor. Por esa época, yo tocaba folclore, y un día Ricardo me dice: ‘Pero nosotros somos urbanos, del campo no sabemos nada de nada’”, recuerda el músico. Los nombres y los lugares van cambiando pero siempre hay algo que los une, la calle Corrientes, los cafés que se tomaron en El Comedia, el Politeama, o el Ramos; las películas que vieron en el Lorraine, “Eramos expertos en (Ingmar) Bergman; por esos años, Piglia siempre andaba con un piloto color cremita con cinturón suelto atrás y la solapa levantada. Y caminaba, como lo hace él, siempre agachado para adelante, nosotros le decíamos Humphrey Bogart”, describe Cedrón.

Piglia se había mudado a La Plata para estudiar Historia en la universidad de esa localidad, pero no dejaba de visitar la capital porteña. “Es como si la ciudad de Buenos Aires hubiera sido siempre el horizonte del país. He vivido siempre ahí”, dijo alguna vez.

“Cuando vino a Buenos Aires, se fue a La Plata, luego fue a vivir a la casa de mi hermano Alberto, en un conventillo de la calle Olavarría, en La Boca. Después se fue, ahí lo dice en el libro de una forma muy pudorosa. Tuvo un pequeño problema con mi hermano, que era terrible, era un extraordinario pero un paranoico total. Y, entonces, qué sé yo..., había muchos problemas, había muchas chicas que iban, había codazos... entendés”, se ríe suspicazmente el Tata. “A mí me rajó también”, acota soltando una carcajada, y aclara: “Pero mi hermano era un alma páter para nosotros”.

“En La Boca, él y (Miguel) Briante lo volvían loco a Abelardo Castillo, con la revista que tenía (El grillo de papel), cuando estaba todo el problema de la discusión de Faulkner y Rulfo, lo desmenuzaban. Y yo aprendí mucho con ellos. Nos nutríamos de un montón de cosas, escucharlos era estar en clases magistrales”, rememora el Tata aquellos tiempos de juventud.

¿Si fuera una canción, qué sería Piglia?, se le pregunta al músico. “Una milonga”, responde luego de pensarlo.

“Cuando hizo lo de Roberto Arlt en la televisión (miniserie escrita por Piglia), me pareció extraordinario. Entonces le mandé unas líneas diciéndole cómo me había gustado. Y él me escribió: ‘Sabés Tata, lo que nos enseñó a nosotros Roberto Arlt a no ser cursis’. Tengo muchos recuerdos, con Piglia somos hermanos. Cómo no lo voy a querer”, dice emocionado. “Cómo no lo voy a querer”, repite. Y esa última frase queda suspendida en la charla.

Las manos de Luisa Fernández se adivinan en la película de Di Tella. Tipean un texto dictado por Piglia. El lee, ella escribe. El sonido de las teclas acompaña la voz del escritor. Luisa tiene 31 años, pelo negro largo y sonrisa tímida. Nació en Puebla, a dos horas del DF. Es hija única en una familia con “muchas tías y muchas mamás”. Se había recibido de psicóloga y estudiaba su segunda carrera, Filosofía, cuando se le ocurrió hacer una maestría en la Universidad de Buenos Aires. Juntó sus ahorros y partió.

En la capital porteña conoció a Beba Eguía, la esposa de Ricardo. Largas charlas, comidas compartidas, hicieron que surgiera la amistad, primero, entre las dos. Y, luego, con el escritor. Luisa se convirtió en la asistente del autor de Respiración artificial y Plata Quemada, comenzó a trabajar transcribiendo los diarios. El trabajo de la transcripción tomó nueve o diez meses. El año pasado salió a la luz Años de formación (1957-1967), el primero de Los diarios de Emilio Renzi. Se completa la trilogía con Los años felices (1968-1973), que saldrá este año y Un día en la vida.

Trabajaban horas y horas seguidas. “Estábamos fascinados. Trabajábamos como locos, yo llegaba a su casa a las 10 de la mañana y me iba a las 12 de la noche. Pero teníamos esa necesidad de avanzar, avanzar y avanzar. Y, para él, sumergirse en esos aspectos, era a veces difícil, pero la mayoría de las veces muy divertidos. La pasábamos muy bien. Todavía nos reímos mucho mientras trabajamos. La alegría de la literatura estaba ahí”, comenta la “musa mexicana”, tal como la dedicatoria de Piglia en su libro. La otra es para Beba, “la lectora de su vida”.

¿Cómo definirías a Ricardo?

-¡Híjole!, es muy difícil. Es un amigo muy cercano para mí, hemos vivido muchas cosas juntos. Ricardo es muy generoso. Yo he aprendido muchas cosas de él, hemos transitado por un trabajo muy duro. Toda una revisión de la vida...

Hace un rato, Luisa terminó su labor en la casa de Piglia. A las cinco, como todos los días.

-¡Qué te vaya bien!- le dijo el escritor, cuando partió rumbo a esta entrevista, en un bar de Palermo.

En medio de la filmación de 327 cuadernos, por septiembre de 2013, algo que había empezado como un dolor en la mano izquierda de Piglia terminó en un diagnóstico sombrío: Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Una enfermedad neuromuscular progresiva. “En la película faltaba mucho, sobre todo para leer en los diarios. Pero, él me llamó y me dijo: ‘Sigamos’. El quiso seguir adelante, pero muchas de las lecturas las hizo en esa situación”, dice Di Tella.

“A medida que está pasando la película el tipo está cada vez más arruinado, pero porque se dedica a actividades que no están previstas en el guión”, se ríe Piglia en una escena. Hace reír a Di Tella, sentado frente a él. Su relato sigue, fue en el gimnasio que se “jodió” la mano izquierda, y por “cantar demasiado” le está fallando la voz. El “tipo” es él. Pero, no es la primera vez que habla en tercera persona sobre sí mismo. Ricardo Emilio Piglia Renzi dividió por dos sus nombres y apellidos para crear ese alter ego, que sus lectores conocen bien: el escritor Emilio Renzi. Los diarios... no están contados por él, sino por Renzi. Esa “gambeta” entre realidad y ficción que tan bien maneja.

En la película aparece el sentido de humor pigliano. “Algo que no es muy conocido, ya que la gente lo conoce como el profesor Piglia, o como un escritor, pero a la vez es un tipo muy gracioso. Que aún en las circunstancias difíciles que atraviesa, tiene un espíritu increíble en ese sentido, en reírse de sí mismo. De hacerlo para hacerte sentir cómodo, como siempre pensando en el otro. Para mí es como un maestro, más allá de la amistad”, cuenta Di Tella.

“No sólo tiene un sentido del humor muy particular, es perfectamente capaz de mirar la realidad desde una perspectiva más irónica, siempre tomando distancia de las cosas. Es muy sensible con eso”, afirma Luisa Fernández. Cuando se sentó en el bar, lo primero que ella dijo fue: “Ricardo está trabajando, y eso es muy importante tenerlo en cuenta. Sigue siendo tenaz. Muy cuidadoso, de un rigor absoluto”.

Ricardo trabaja. Por las mañanas. Nunca dejó de trabajar, aun estando “embromado”, como suele decir. Piglia escribe. Como siempre. Como desde que empezó aquel día en 1957: “Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie, despedirme de la gente me parece ridículo”.

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